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Hermanos de Sangre: Capítulo VI, "La Ceremonia" (I)


 Muy buenas!

Ya estamos aquí otra vez... voy al grano que no tengo mucho tiempo y aún voy por el capítulo 5 de la Segunda Temporada de "Juego de Tronos" (una serie realmente recomendable pero mas aún lo son los libros así que no perdáis la oportunidad y engancharos que se salen!! ).

Así pues os dejo con el cominezo del Capítulo VI de mi cuento/novela/relato "Hermanos de Sangre"...

Un saludo!







CAPÍTULO VI: LA CEREMONIA


Deisán había pasado ya. La mañana siguiente a la "Noche de Homenaje" era clara e invitaba a la reflexión y el descanso. La gran mayoría de invitados y nobles utilizarían las horas previas a la Ceremonia para urdir sus redes sociales en pequeños convites, reuniones y jactanciosas celebraciones en las que medir su inteligencia. La unión de las dos grandes Casas era un motivo excelente para buscar nuevos lazos y alianzas con Barones y Señores, intercambiar intereses o motivar negocios. Yakán era un hervidero de movimiento, tanto en la zona de los acaudalados invitados como en la de los curiosos, granjeros y plebeyos que seguían dispuestos a celebrar el acontecimiento.

Durante los dos días restantes antes de la ceremonia incluso se había dispuesto un torneo de tal magnitud que nunca antes en todo el mundo civilizado se había visto, congregando a caballeros y aventureros dispuestos a medir su valentía, fuerza y coraje en el llamado "Torneo de los Dos Reyes". La Llanura del Ocaso vestía sus mejores galas. La música sonaba. El pueblo coreaba los nombres de los prometidos. Por primera vez en mucho tiempo el sonido del acero al entrechocar no provocaba el miedo sino la diversión...





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Alanda suspiró apoyando sus manos bajo su barbilla. Estaba cansada y aburrida, muy al contrario que Jimena que parecía disfrutar de cada anuncio, cada nuevo duelo en la arena o cada justa. Era una muchacha sin demasiado mundo que descubría la excitación en cada novedad; casi la envidiaba.

Junto a las dos mujeres, en el palco de honor, se encontraba la Reina Tusana y, a su derecha, el Rey Francisco junto a uno de sus consejeros. Ni Valeria ni ninguna de las Hijas perdían el tiempo con aquellas distracciones para el populacho en las que solo se medía el ego de los hombres por el tamaño de su espada y la pericia en combate. Al menos así esos idiotas olvidaban su ansia por la batalla - o eso pensaba Alanda.
Tras de ellos, sentados en otra hilera de bancos de madera con cómodas almohadas de vivos colores, se encontraban un numeroso grupo de nobles y adinerados, con sus criados y doncellas, sin duda atraídos ante el espectáculo y la posibilidad de ver reforzados sus blasones con la publicidad de tal acto.

Un nuevo golpe de espada impactó sobre la coraza del caballero que luchaba en la arena y le hizo caer al suelo, rendido. Los presentes aplaudieron de júbilo alzando sus voces al cielo y coreando el nombre del ganador. Aunque era un torneo "amistoso" las normas obligaban a realizar los combates con el equipamiento de batalla y estos solo finalizaban en caso de "primera sangre" o rendición de alguno de sus contendientes, o, en el caso de las justas, en caso de que uno de los jinetes cayese de su montura por el impacto de la lanza adversaria. En cualquiera de estos casos el oponente era el claro vencedor del duelo y continuaba con el torneo hasta que no quedasen en liza mas contendientes con los que batirse. Una estúpida muestra de virilidad en público que, además, se veía recompensada con el trofeo del torneo, ya fuese en duelo o en justa, y el reconocimiento de las Casas y nobles presentes (lo que podía determinar un buen futuro económico para el caballero).
Alanda no compartía el placer por estas distracciones aunque, como era costumbre, debía estar presente en la mayoría de ellas, al menos las que concernían a los duelos de los caballeros de mayor renombre.





Jimena aferró con fuerza la mano de su Señora, sacándola de su sopor.

- Mirad mi Señora, es vuestro prometido el que competirá ahora.

Efectivamente los blasones y las trompetas anunciaron la aparición de Eduardo Montero Barcaztegui, heredero de la Casa Desferro. Competiría en duelo sobre la arena para sorpresa de los nobles presentes. Tusana miró por un segundo a Francisco aunque este parecía no estar preocupado ni sorprendido por tal aparición. Su hijo era un hombre deseoso de emociones y la batalla corría por sus venas.

Alanda quedó por un momento perpleja y luego se reprendió por no haberse percatado antes de la ausencia de su prometido. Quizá, con un poco de suerte, quedase tullido de cintura para abajo y no tendría que engendrar ninguno de sus hijos.
Apartó rápidamente esos pensamientos de su cabeza, eran impropios de una dama de su posición y mas cuando la herencia de ambos era el futuro de la unión de las dos Casas.

Las trompetas volvieron a sonar, anunciando el rival de Eduardo. Sir Covein Gunder, caballero del norte de las tierras de Ostedland. Un abanderado de dichas tierras de reconocido renombre y pericia con las armas que casi doblaba en edad al primogénito Desferro.
Ante los murmullos de los invitados y el regocijo de los asistentes tras las vallas ambos contendientes se acercaron primero hacia el palco de honor.

Eduardo vestía su armadura de batalla con su capa ceremonial y portaba una espada larga y una corta en su cinto, sujetando el yelmo con su mano izquierda mientras que Sir Covein utilizaba una antigua armadura de mallas con el añadido en la protección del peto, grebas y brazales, un yelmo de caballería desgastado y ajado; en una de sus manos una rodela y en su cinto una espada.
Sir Covein era un hombre de facciones duras, con una antigua cicatriz surcando su rostro de norte a sur y una barba descuidada. Un hombre curtido en la batalla y que vivía de ella desde hacía años.


 Una vez ambos llegaron hasta quedar en frente del palco hicieron una reverencia a los presentes y luego, girándose levemente, entre ellos.

- ¡Fuerza y honor! - repitieron ambos al unísono.

- Que el Hacedor os proteja - respondieron ambos reyes.


Tras la cortesía los dos duelistas se apartaron y desenfundaron sus espadas quedando encarados y dispuestos para el combate.

Sir Covein mantenía la rodela a media altura y esgrimía su espada con cuidado, acercándose a Eduardo despacio, manteniendo la distancia a las espadas que este disponía en ambas manos. Ambos rivales se medían con la mirada, con sus yelmos enfundados y sus cuerpos tensos por la tensión y la atenta mirada de los presentes.

 
Fue Eduardo quien comenzó el combate, arremetiendo con su diestra para revolverse con la zurda al verse bloqueado por la rodela de Covein que volvió a detener su ataque, esta vez con su propia espada. Como respuesta el abanderado desvió la espada de Eduardo con su rodela, apartándola lo suficiente para, con su espada, aprovechándose de la mayor longitud de esta ante la espada corta que había detenido, realizar una estocada hacia la cabeza de Eduardo que a duras penas logró esquivar, luego ambos contendientes quedaron nuevamente separados el uno del otro.



Eduardo volvió a cargar. Su espada larga impacto contra el acero de la espada de Covein pero la rodela de su otra mano giro en arco antes que la espada corta de Eduardo pudiese golpear, haciendo que el Desferro sintiese un fuerte dolor en su muñeca al impactar contra su espada y la hiciese caer al suelo junto a él; sin embargo Eduardo no era ningún chiquillo estúpido y su zurda aún esgrimía la espada corta, es mas, el movimiento de Covein había sido demasiado arriesgado, dejando su flanco al descubierto, permitiendo que el joven Desferro lo aprovechase para acometer con su acero contra él. Antes de que el filo de la espada corta se encontrase contra las mallas de Covein este se movió, mas rápido de lo que Eduardo había visto hacerlo a ningún otro hombre de su edad, bloqueando nuevamente con su rodela el impacto y dejando al primogénito Desferro en una clara inferioridad.

El duelo parecía finalizado. Esta vez fue Covein quien tomó la iniciativa y lanzó una estocada transversal con la intención de verla detenida por Eduardo y que así este quedase envuelto nuevamente en su trampa pero no fue así. Eduardo permitió que la espada de Covein impactase en su hombro bien cubierto, en un leve movimiento, sintiendo el golpe pero conocedor de que la protección allí era mas fuerte que en otras partes de sus placas, para acto seguido flexionar sus piernas, quedando girado de tal forma que la mano izquierda de Covein (y por tanto su rodela) quedase imposibilitada a detener el tajo de la mano derecha de Eduardo contra él, siendo estorbado por su propio cuerpo.

El impacto de la espada corta de Eduardo obtuvo el resultado esperado. La punta se clavó en las mallas bajo el peto y hundió los eslabones hasta que chocaron con el bajo vientre e hicieron perder el aliento a Covein, obligándole a retroceder. Tras aquello Eduardo no tuvo piedad y fue un remolino de golpes y destreza, enderezándose primero para golpear una y otra vez sobre la desbaratada defensa del abanderado hasta que este dio con su cuerpo al suelo y encontró la punta de la espada en su cuello. El duelo había finalizado.


Todos los asistentes comenzaron a gritar, chillando y alzando sus manos extasiados por aquella muestra de destreza y valor. Eduardo ayudó a incorporarse a Sir Covein, recogió sus armas y se quitó el yelmo antes de que ambos volviesen a encarar el palco para recibir las felicitaciones de su padre, y todos los allí reunidos.

- Enhorabuena Sir Covein de Ostedland, sois tan buen luchador como vuestra fama os otorga - la voz de Francisco resonaba desde su asiento e hizo callar itsofacto el gentío - e igualmente enhorabuena a vos, hijo mío, por tan expectacular demostración de vuestra pericia.

Ambos duelistas hicieron una sentida reverencia ante el palco y la mirada de Eduardo se clavó en los ojos de Alanda.

Guardaos vuestras espadas y vuestras exhibiciones de hombría para los plebeyos e incultos. Hay cosas que nunca doblegará el acero - Alanda le devolvió la mirada, sonriente, acallando sus pensamientos y su lengua.

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El cálido sol había dejado paso ya a la tenue luz del ocaso. Las tiendas e improvisados baluartes empezaban a prepararse para la noche, encendiendo piras y antorchas, mientras la naciente oscuridad invitaba al recogimiento y a los festejos privados.





Tras la silla Jimena no paraba de parlotear sobre el torneo dejando a sus manos proseguir con la tediosa tarea de cepillar el pelo a Alanda; había sido un día excitante y repleto de curiosidades pero ya se encontraban dentro de la majestuosa tienda de la princesa y esta, al contrario que la doncella, parecía cansada. La improvisada mesilla y un espejo de medio cuerpo, ovalado, permanecían preparados allí en el pequeño dormitorio de la tienda.

­- Perdonadme mi Señora si os molesto con mis palabras pero nunca antes había presenciado un torneo... los caballeros, las trompetas, los blasones y el combate... son tan...

- Aburridos - finalizó la propia Alanda.

Habían pasado horas allí sentados, viendo como cada caballero se pavoneaba de su habilidad e intentaba obtener el favor de las Casas y nobles. Era como si estuviesen "en celo".

- No os preocupéis Jimena. Solo necesito que llegue la ceremonia para poder dejar atrás todo este "espectáculo palaciego".

- Claro, mi Señora, pronto deberéis veros inmersa en las responsabilidades de palacio y en vuestro nuevo Reino.

A Alanda la volvió a pesar enormemente la cabeza. Con la ceremonia tanto su madre como el Rey Desferro quedarían como meros consortes de la nueva Casa y representantes de los verdaderos Reyes, Eduardo y ella. Desde ese momento tendría que realizar todas las tareas que hasta el momento llevaba a cabo su madre. No era un pensamiento nada alentador pese a haber sido criada con dicho propósito.

- ¿Visteis aquel guapo muchacho de NubeAlta?, creo que es vasallo de un noble de la ciudad. Estuve hablando con él cuando fui a por vuestros enseres y me invitó a un baile... esta noche... no será mucho rato mi Señora -  se apresuró a añadir Jimena antes de coger otro mechón de pelo y continuar cepillándolo.

Alanda estaba realmente fatigada.

- Por supuesto Jimena, podéis ir pero tened cuidado con ese muchacho. Las gentes de NubeAlta no son precisamente famosos por su cortesía. Yo me retiraré a descansar ahora mismo y los guardias cuidarán de lo que pueda necesitar.

- Muchas gracias mi Señora.

- Anda, idos ya.

Jimena se apartó sin poder ocultar una amplia sonrisa en su rostro y realizó una reverencia tras otra hasta que desapareció por la cortinilla que separaba la entrada de la tienda con la parte que hacía de dormitorio.

- Gracias mi Señora, gracias...

Alanda, por fin sola, se levanto de la silla y se acercó a la cama. No tenía nada que ver con la que tenía en su palacio pero, aún así, se le antojaba sumamente cómoda. Se tendió sobre ella y giró sobre sí misma hasta quedar con sus ojos mirando el techo de la tienda. Era extraño como la vida podía cambiar en un momento... inconscientemente se percató de que su mano acariciaba sus labios mientras su mente volaba hasta la noche anterior, a todo lo que había sucedido allí, hacia ese niñato llamado Gabriel. Todo lo que los Desferro la habían traído era... era...

De repente un ruido la hizo volver en sí e incorporarse en la cama en busca de quién o qué era el causante de aquello. La respuesta no se hizo esperar.

- Por mi no es necesario que os levantéis mi Señora. - La voz de Gabriel la sorprendió a su espalda, al otro lado de la cama, como si hubiese respondido a sus pensamientos. ¿Acaso ese muchacho no respetaba la intimidad de su dormitorio siquiera?.

- ¿Estáis loco, qué hacéis aquí?. ¡Llamaré a mis guardias si no os marcháis de inmediato! - Alanda se apartó de la cama y se acercó a la mesilla hasta topar con ella de espaldas. Sus manos aferraron tras de sí un pequeño peine con punta por si aquel estúpido tuviese intención de atacarla o, quizá, algo peor.

- Siempre tan radiante, tan hermosa y tan dispuesta a saltar a la yugular. Sois un verdadero ave del paraíso encerrada en su jaula dorada. Debo deciros que cada noche que os veo estáis mas bella...

Gabriel rodeó la cama y se acercó un poco mas a Alanda, dejando entre ellos apenas un par de metros.

- No llaméis a los guardias, por favor, tan solo quería volver a veros, a disfrutar de vuestra melodiosa voz y volver a sentir vuestra cálida sonrisa para alimentar este alma que solo ansía saber mas de vos, sentir mas de vos, querer mas de vos.

El Desferro se acercó un poco mas, un paso, otro; su mirada estaba clavada en los ojos de Alanda pero esta solo pensaba en si debía alertar o no a los guardias. Había algo en él que le impedía hacerlo. Cuando Gabriel finalmente se encontraba a escasos centímetros de su rostro Alanda reaccionó, apartando sus manos de su espalda y clavando el puntiagudo asa del peine en el hombro del sorprendido joven y zafándose de su presa.
Gabriel quedó perplejo, aturdido, con aquel peine clavado en su carne y la sangre brotando ya por la herida; aún así se giró al ver huir a Alanda nuevamente hacia la cama y en su rostro se había esfumado la sonrisa para dejar reflejado un claro signo de interrogación y sorpresa.
Su mano derecha tanteó el arma y extrajo el peine con una mueca de dolor, haciendo que la sangre comenzase a brotar con mas fuerza por la herida; fue entonces cuando las piernas le flaquearon y tuvo que apoyarse en la mesilla antes de caer de rodillas al suelo, mirando a Alanda.

- Cre... creo que necesitaría una compresa para taponar la herida, si fueseis tan amable... - la voz de Gabriel no era para nada comparable a la de hacía solo unos momentos. La sangre se extendía por las alfombras de pieles y trataba de ponerse en pie sin demasiado éxito - quizá me expresé incorrectamente induciéndoos a error pero...

Gabriel cayó de bruces al suelo.

La visión comenzaba a aclarársele. El dolor parecía desaparecer de su recuerdo y se encontraba tumbado... pero ¿dónde?. Cuando Gabriel contempló el rostro de su "Ángel del Presidio" dudó si se encontraba aún en la tienda o en Arcadia.

- Realmente estáis loco. ¿Cómo llegasteis hasta mi tienda?.

La voz de Alanda era conciliadora y mas cálida de lo que Gabriel recordaba. Se encontraba a su lado, en su propia cama, tendido y con unos paños en la herida que sin duda había sido mas grave de lo que nunca hubiese podido pensar que causase un utensilio de belleza femenino.




- Recordadme que nunca vuelva a dejaros un peine cerca.

Alanda sonrió levemente, entre avergonzada y enfadada por haber tenido que apartarle así de ella, pese a no conocer las intenciones reales del joven Desferro.

- Veo que es habitual en vos allanar las propiedades ajenas pero aún así no entiendo cómo lo habéis logrado.

Gabriel esbozó una sonrisa torcida - Vuestra querida Jimena es una joven digna de confianza pero demasiado inocente. El muchacho a quien ha ido a ver es conocido y, aunque interesado en vuestra doncella, no tuvo reparos en ayudarme a encontraros. Los guardias no fueron tarea difícil tampoco.

- ¿Y todo para qué?, acaso no os quedó clara nuestra situación, ¿o debo llamar a vuestro hermano para aclararla?.

Esta vez el rostro de Gabriel se nubló por completo. Pese al dolor, el recuerdo de la situación de la que era presa era algo que laceraba con mas fuerza su corazón, mas aún tras comprender que Eduardo no renunciaría a este matrimonio, no por Alanda, ni por la paz o por su padre, sino por el poder que este trono representaba. ¿Cómo podía contarle a su padre que aquello estaba mal sin que sus actos traicionasen a todos los que le rodeaban?.

­- Alanda - hizo acopio de fuerzas y trató de incorporarse en la cama, ya se encontraba bastante mejor además cuanto mas estuviese allí mas peligraba la ceremonia y la unión de las dos Casas - sabéis que he quedado prendido de vos, de vuestra presencia y vuestros ojos, de vuestras palabras y vuestro corazón. Esta ceremonia solo es la excusa para detener una contienda estúpida que todos queremos olvidar pero que, una vez se consume, la guerra cambiará de cara y se enraizará entre los muros y la corte de palacio. Temo por vuestra vida y vuestra desdicha... haré todo lo que este en mi mano para evitar cualquiera de las dos.

- ¿Por mi vida? - Gabriel ya estaba levantándose de la cama, sujetando el paño que tapaba la herida con una de sus manos y dirigiéndose hacia una de las paredes de la tienda - no creo que nadie se atreva a atentar contra mi o los míos, además las Hijas cuidarán de nosotras. Respecto a mi dicha debo recordaros que he nacido para suceder a mi madre, este es el destino que el Hacedor me ha encomendado y la tarea que llevaré a cabo independientemente de mi felicidad.

Gabriel se agachó con esfuerzo y rasgó los cordajes que aferraban la tela de la pared al suelo, antes de incorporarse, preparándose para salir por la parte que había quedado suelta.

- A veces debemos apartarnos del camino marcado para encontrar nuestro propio destino. Hay cosas que no deberían sacrificarse por nadie...

El joven Desferro salió de la tienda dejando tras de sí tan solo los restos de su sangre seca para internarse en la noche. Alanda quedó un rato mas sentada sobre la cama, con las manos manchadas con la sangre de Gabriel y la sensación de que había muchas mas palabras que las que el aire la había permitido escuchar.


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CONTINUARÁ...

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