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Final del Capítulo VI nada inesperado...


 
 
Aprovechando la caló y que he tenido un ratejo de trabajo sin distracciones voy a adelantar la publicación de la última parte de este Capítulo VI del relato/cuento/novela "Hermanos de Sangre" en el que da por finalizada la ceremonia.

La verdad es que el trabajo de corregir y modificar los capítulos anteriores, debido a mis otras labores del día a día, están viéndose demoradas (nunca pensé que pudiese ser tan arudo). 
 
Espero que os guste y que sigáis colaborando... un saludo y muchas gracias!


CAPITULO VI (III)

EL DÍA DE LA "UNIÓN DE SANGRE"

Vestén había despertado repleto de noticias y novedades. El día de la Unión de Sangre parecía verse cubierto por multitud de rumores que, aunque secundarios en aspecto, producían incertidumbre y malestar tanto en vasallos como siervos, nobles o criados, ricos o pobres.

El primero de estos era mas un hecho, aunque el motivo del mismo fuese desconocido; se trataba de el intenso calor, mas propio del verano que de la época de siembra, y que no hacía sino aumentar mas y mas, sin tino ni medida, haciendo que el acto palideciese y el agua, al igual que otras bebidas, empezasen a escasear.
Se decía que desde el sureste, desde mas allá de Sanaustra, la mayor tormenta de arena jamás divisada era la causante de ello, causante de arrasar campos y gentes por igual, aunque las noticias aún eran confusas.

La segunda era la debilitada salud del Rey. Francisco Montero estaba aún postrado en cama y su salud, según había trascendido, aunque no entramaba peligro alguno, sí enturbiaría la Ceremonia.
Muchos Desferro conocían ya de la mermada salud del Rey desde la muerte de su amada Reina, Maria Barcaztegui, Señora de Termidón e hija del difunto Sebastián Barcaztegui. Era como si el Rey, previendo sus males, hubiese abogado por el fin de la contienda mientras aún tenía el trono en sus manos. La razón no podía ser otra que el disfrute de su primogénito y heredero por la sangre, las batallas y contiendas, sin importarle el futuro de sus gentes...

Pese a las novedades y los vientos de cambio el día había llegado. Todo se preparaba y ultimaba a marchas forzadas para que Dante y Penélope fuesen testigos de la mayor ceremonia que jamás hubiese visto Yakán y la que marcaría para siempre la unión de sus gentes, embarcándolas en un futuro de seguridad, paz y crecimiento como ya ninguno podría recordar.

Las horas previas eran una vorágine de  nervios, carreras y retoques de última hora. Las guardias se habían redoblado, las gentes amontonado en los alrededores para no perder detalle. El transcurso del día empezaba a dar resuello a la Llanura, mermando las temperaturas y cubriendo débilmente el cielo mientras las lunas gemelas comenzaban a vislumbrarse en él. Cuando las trompetas sonaron todo estaba dispuesto para que comenzase la ceremonia y los allí reunidos contenían el aliento, expectantes, ilusionados, temblorosos.



La Llanura era una improvisada elipse cerrada: en el exterior las tiendas de las dos Casas se habían abierto para dejar paso a los curiosos, allegados de toda Yakán, dispuestos a formar parte de la historia, mientras que en el interior tomaría parte de la ceremonia, dejando un "anillo" de guardias y soldados dispuestos a mantener esta separación.  Eran los miembros de la Casa de Izauba los que permanecían, con sus colores ceremoniales, junto al lateral del único sendero que discurría desde el anillo hasta el centro de piedra, donde aquellos monumentos imperecederos se habían adornado con flores blancas y preciosos símbolos de las Hijas y de la "Antigua Fe". La Casa Desferro, por el contrario, se encontraba formando un círculo abierto alrededor de las estructuras centrales, con sus miradas puestas al exterior y sus armaduras y trajes de gala.


Una vez que todo estuvo dispuesto y las Casas en su lugar volvieron a resonar las trompetas, abriendo el anillo para dejar que una comitiva de "Hijas de la Luna" empezase su lento caminar hacia el centro. Valeria era la encargada de abrir la marcha, seguida tras de sí por la Alanda y Eduardo y flanqueados por otras dos hermanas. Era un contraste tremendamente estudiado; si bien las Hijas vestían túnicas de un azul celeste con ribetes blancos poblados de símbolos de fe, los dos prometidos habían sido engalanados con las mejores ropas y telas de toda Yakán.


 Alanda caminaba descalza, con una fina tela casi transparente cubriendo su cuerpo desde los hombros hasta debajo de las rodillas y ocultando sus atributos femeninos con telas plateadas bordadas con dorados símbolos y piedras diamantinas. Su larga cabellera se había anudado a media altura y trenzado con hilo de oro mientras que en lo alto de su cabeza una preciosa diadema apartaba el pelo, dejando tan solo un par de largos mechones sobre su rostro. Su mirada era serena, firme, embriagadora de belleza y exultante de armonía.
De su mano caminaba junto a ella Eduardo, cuyas vestiduras no distaban mucho de las utilizadas en la "Noche del Homenaje" de días anteriores: el yelmo Desferro sin visera, con forma de Cornafuego enroscado, su capa roja con ribetes dorados, su peto escrupulosamente lustrado y con grabados de victorias y fe, sus ropajes pesados, oscuros y sencillos y, finalmente, sus botas de caña alta de cuero rojizo, labradas y ornamentadas para la batalla y recubiertas por metal-dorado como si de unas carísimas grebas se tratasen.

Ambos caminaban juntos hacia su destino con las lunas gemelas auspiciando la ceremonia y las Hijas protegiéndoles con sus letanías de resurrección:

"Hijas de la noche y el sol,
de la vida y la muerte,
Fuego ardiente de Fe,
Manantial helado de Paz.

Dante, conocedor de la Verdad,
Penélope, guardiana de la Sabiduría.

Ante el Hacedor y sus avatares
nosotras, nosotros,
hijos todos de los Primeros,
alzamos nuestros ruegos
y brindamos nuestra vida.

Que los que están vivos por tu gracia
mueran por ti
para renacer como uno solo.

Hijas de la noche y el sol,
de la vida y..."

Tusana permanecía en el borde del camino, quieta, callada, con solemne mirada y sus brazos cruzados en su pecho. Ella, al igual que el resto de su Casa vestían de plata y blanco, con ropajes serenos, casi monacales. La Reina sabía lo que debía hacer y como controlar el enredo de emociones que se revolvían en su interior, cual serpientes hambrientas, luchando por salir, por mostrarse al mundo exterior. Ójala su Gran Rey estuviese aquí con ella para verlo.
Cuando la comitiva de las Hijas pasaron delante de ella y el resto de miembros de Izauba estos alzaron sus voces al unísono:

¡Gloria al Hacedor y larga vida a aquellos que renacerán como uno solo!

Tras lo cual todos ellos empezaron a moverse tras los prometidos, creando un nuevo círculo por detrás de los Desferro.


 Francisco y Gabriel se encontraban en el centro de la formación; un cerrojo de armaduras entre la mesa de piedra ceremonial y la comitiva de las Hijas. Cuando Valeria llegó hasta ellos, con la Casa Izauba ya formando tras de sí, ambos realizaron una profusa reverencia, apartándose a los lados y dejando ver tras de sí el sagrado altar de la ceremonia.
Valeria inició nuevamente la marcha tras de ellos, finalizando la letanía de resurrección y obligando al resto de sus hermanas a rodear la ajada mesa de piedra. Todo estaba casi listo.

Gabriel no pudo contenerse. La armadura le apretaba en exceso, el calor y la ropa le asfixiaba dejándole apenas respirar... ¿o serían los nervios?. Sabía que aquello no era lo correcto, su corazón se lo decía, se lo gritaba, arremetiendo con fuerza contra su pecho. Por ello sus ojos se alzaron levemente hasta cruzarse con los de Alanda cuando esta pasaba junto a él.
Estaba preciosa. Gabriel imaginaba los ángeles de Arcadia con ese aspecto. Quedó maravillado, extasiado, embriagado por tanta belleza a tan poca distancia de su ser, tanta que su alma le había abandonado para siempre y ya nunca mas le pertenecería pues ahora era presa de Alanda y su hechizo.

Alanda no le miró tan siquiera; intentó mantenerse firme, clavando sus ojos al vacío incluso cuando apareció en frente suya, incluso cuando se apartó para dejarlos pasar a ella y a su comitiva. Intentó que su mano, la que cogía la de Eduardo, no temblase ni pudiese denotar cambio alguno. Si lo consiguió o no Eduardo no dio muestras de ello. Era la princesa Izauba, la futura Reina de Yakán, había sido preparada para aquello aunque no era necesario que sus ojos se centraran en aquel joven para que su corazón se hubiese acelerado, renegando de su cabeza, de sus aprendizajes y su deber, haciendo que Alanda sintiese una fuerza irrefrenable por escapar de allí, de todo, y volver a sentir sus labios contra los suyos.

Cuando Eduardo y Alanda llegaron a la mesa de piedra, pilar centrar de la Llanura del Ocaso, los tres círculos y el anillo ya se encontraban rodeándoles, cerrando la Unión de Sangre. Desde lo mas dentro a lo mas externo todo estaba dispuesto: Alanda y Eduardo junto a la mesa, Valeria y las Hijas alrededor de ellos, los Desferro dándoles la espalda rodeándolas, los Izauba mirando cara a cara a los Desferro a su alrededor y, finalmente, el anillo de soldados y guardias de ambas Casas separando la ceremonia de los invitados y congregados.

Con Dante y Penélope en lo mas alto del firmamento, Valeria alzó sus brazos y todas las Hijas la siguieron, entonces Eduardo y Alanda se miraron fijamente preparados para realizar sus votos, unos votos de unión y hermandad, de compromiso y lealtad, unos votos que nunca llegaron a realizarse.
El estruendo surgió de repente, de la nada, abriéndose paso hasta romper la mesa de piedra en dos y arrojar por los aires a las Hijas de la Luna y a los prometidos. Del cielo había caído un ser alado, formado por huesos sin carne y del tamaño de un dragón; sus alas se batían aún mientras sus garras aferraban los restos de piedra y sus fauces se abrían dispuestas a devorar el aire.

 Sobre la mágica criatura se sentaba una figura oscura de ropajes ajados y armadura herrumbrosa. El Señor de Sanaustra, Baltazar Alexander, miró con sus cuencas vacías los presentes y alzó su brazo huesudo para señalar las filas de sorprendidos asistentes, rasgando el aire con una voz profunda que resonaba mas allá de lo humano.

- YO DISCREPO.



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FIN DEL CAPÍTULO...

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