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"HERMANOS DE SANGRE: CAP. III - VENENO EN LA SANGRE"





Aún pendiente de terminar el capítulo de esta semana voy a dejaros con la primera parte de "Veneno en la Sangre", el Capítulo III de "Hermanos de Sangre".

Espero que os guste y muchas gracias por los comentarios y ayudas que me van llegando. Recordad que no es una versión definitiva sino los textos salidos de mi cabeza a mis dedos (pluma) para vuestros ojos, con lo que aún faltan muchas revisiones y correcciones que, con vuestra ayuda, voy haciendo sobre ellos.

Un saludo y muchas gracias!





CAPÍTULO III: VENENO EN LA SANGRE


Alanda miró al infinito. Toda la belleza de Izauba, de las Torres Gemelas de Birlad, se habían extinguido hacía unas horas. Ardua había sido la discusión y frenética la desazón que ahora atenazaba el espíritu de la princesa. ¿Cómo podía su madre someterla a tal desdicha?, ¿es que acaso valoraba mas a todos esos haraganes y plebeyos que a su noble hija?.

La joven escuchaba aún la voz de su madre, la Gran Reina de las "Hijas de la Luna", en su cabeza pero por mas que lo hacía no encontraba nada de sentido en ellas. Pedía un sacrificio de su única hija y heredera, casi una rendición incondicional a esta guerra, después de todo lo que habían perdido en ella. ¿Acaso entenderían las gentes de Birlad o de toda Izauba este sacrificio?. Ella no lo admitía y los súbditos tampoco lo harían por muy perspicaz que su madre pudiese ser.

Con rabia apretó el cepillo que sostenía entre sus manos hasta que, sin apenas darse cuenta, se rompió, hiriéndola la mano derecha con un feo corte que comenzó a gotear sobre la alfombra de su dormitorio. Malditos, malditos sean los Desferro y su estúpida guerra.
Arrojó los restos del cepillo al suelo y se acercó a una de las mesillas, donde reposaban varios útiles de belleza, para alcanzar un pañuelo azul marino de seda. Apretó con fuerza su mano izquierda sobre la herida, sin mirar como la sangre teñía rápidamente el pañuelo.

Matrimonio. Una estúpida palabra que ocultaba tras ella los grilletes de un desconocido. Alanda no era ninguna necia; a sus oídos llegaban todo tipo de informaciones, rumores y habladurías, tanto del primogénito del Rey Desferro como de lo que esta guerra había tomado entre sus fauces. Muchas muertes se habían producido y la pobreza asolaba ya grandes regiones que habían visto arder sus campos o perder a sus hombres e hijos... respecto a ese tal Eduardo, según se comentaba era un joven apuesto, fuerte, decidido y sin compasión. Un líder que alzaba la espada sin piedad y no daba cuartel a sus enemigos. Había nacido con la guerra en su sangre y, como varón, entrenado por y para ella. 





Alanda se tumbó en la cama de un golpe, sintiendo como su pelo flotaba sobre ella antes de posarse a su alrededor. Con sus preciosos ojos marrones clavados en el techo de la estancia no paraba de dar vueltas a su destino, ahora mas incierto que nunca.

Una "Hija de la Luna" nunca se sometería. Ellas eran sabias y fuertes, mas que cualquier estúpido general, no eran simples consejeras de un niño mal criado. Su madre, y la madre de esta antes que ella, habían liderado un imperio y hecho su voluntad sin que el hombre llamado Rey de su lado fuese mas que un apoyo, una necesidad para engendrar herederas. "Las Hijas de la Luna" eran el legado mas antiguo de Yakán, ¿qué había cambiado?.

Giró sobre sí misma y quedó tendida boca abajo, con la fina tela de su camisón desdibujando su cuerpo bajo él.

No, no era verdad. Su madre no quería eso para ella y Alanda lo sabía. Sabía que la guerra era sufrimiento, dolor, rabia y rencor; algo que calaba en lo mas profundo de los seres humanos y germinaba en su interior para siempre si no se cortaba de raíz. La Reina Tusana, su madre, había encontrado quizá una forma de terminar con todo aquello, de que Izauba mantuviese su poder y su vida pese a todo y que Alanda, su hija, pudiese obtener el trono que gobernase Yakán  en paz, con la fuerza e inteligencia de una "Hija de la Luna" sin importar quien se encontrase a su lado.
Una conquista mas allá de los campos de batalla, donde los fuertes sintiesen su poder aunque desconocieran la verdad de quien esta detrás de ellos.

Alanda sintió de repente el peso de la responsabilidad sobre su espalda. Con la mano aún manchada de sangre volvió a rodar sobre sí misma y quedó de lado en el borde de la cama. Su madre había puesto sobre ella toda su confianza, toda su fe y el destino de todo su pueblo, ¿cómo podía defraudarla?. Quizá esta nueva puerta que el Hacedor la brindaba era una escapatoria de todo lo que ella sentía como prisión.
Mas calmada, la joven princesa cerró los ojos y suspiro. No había nada que discutir y tanto ella como su madre lo sabían. La paz solo conoce un camino.


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- Es una rendición, padre, no tratéis de endulzar nuestra derrota con palabras exóticas y vacías de valor.

Eduardo se movió indignado por la gran sala de ceremonias mientras su padre reposaba sobre su trono, junto al inerte sitio de su esposa. La mirada de Francisco era conmovedora, tierna, culpable. Todo lo que había vivido su hijo era la guerra, el dolor, la pérdida. Ahora tendría que aprender a vivir la paz y era algo nuevo que asustaba con facilidad, y mas después de tanto, tanto tiempo.

- ¿No entendéis que es un ardid para restarnos el lugar que merecemos?. El ejército de Izauba esta tan mermado que apenas puede defender sus ciudades y mucho menos resistir el asalto de nuestros soldados a Birlad - Eduardo apretaba el puño y sentía la victoria en cada una de sus palabras - ¿Por qué detenernos ahora cuando su derrota esta al alcance de nuestra mano?.

La enorme estancia de piedra estaba vacía. Las dos mesas de madera alargadas, capaces de albergar a mas de cincuenta comensales cada una, habían quedado apartadas a ambos lados, junto a todas sus sillas, dejando la sala tan solo adornada por una gran alfombra de color rojizo y los tapices de la familia en las frías paredes. Sobre los tronos el escudo de armas Desferro apenas relucía como antaño. Todo allí parecía caduco, marchito, como si lo único vivo en el interior de la fortaleza fuese lo que salía de los labios de Eduardo contra su padre.

Finalmente Francisco alzó su mano, acallando al instante la insistencia de su hijo.

- Eduardo, hijo mío, mira a tu alrededor. Nuestra gente apenas come, sus tierras se pierden bajo los cascos de los caballos y la guerra; tan solo quedan viudas en los pueblos y ciudades de Desferro. La propia Balbión se desluce y muere en esta guerra cuyos hijos solo ansían su fin.
Nos ha costado mucho, quizá demasiado, pero Izauba y Desferro están dispuestos a frenar esta locura y poner fin a la guerra. No es una victoria ni una rendición, solo el triunfo de la sensatez en un mundo que la había olvidado.


Francisco se levanto con gran esfuerzo del trono que le sostenía y apoyó sus manos sobre el respaldo, mirando el lugar que antaño ocupaba su bien amada esposa.


- Tenemos la oportunidad de enmendar nuestros errores y crear algo nuevo, que una las gentes de Yakán nuevamente y fortalezca la paz. Tu serás Rey de todo ello y entenderás que cada vida, cada momento, por insignificante que parezca, tiene mas valor que las muertes que nuestro acero puede acumular. Yo había olvidado esa premisa y por ello ahora lloro la pérdida de tu madre y la de tantos y tantos hijos de Desferro.





Francisco descendió los pequeños peldaños de piedra que alzaban su trono por encima del resto de la sala y se acercó hasta su hijo. Eduardo ya se encontraba arrodillado con la cabeza baja, mirando al suelo. La cansada mano del Rey de Desferro se apoyó sobre ella con delicadeza y todo el amor y orgullo que un padre puede sentir por su primogénito.

- Acataré lo que os parezca mejor, padre. Seré digno siervo de Desferro y honraré todo aquello por lo que hemos luchado.

- No he dudado nunca de ello hijo mío. Nunca.


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Gran revuelo había levantado el anuncio. Las tierras de Izauba y Desferro se habían paralizado y los soldados y máquinas de guerra detenido su avance en los campos de batalla. Todo parecía esperar la reacción del pueblo, de gentes y Señores, ante tan solemne ofrecimiento de paz entre los dos reinos. La Reina Tusana había congregado a senescales, consejeros y representantes de sus ciudades mas importantes en Birlad y había hablado con ellos durante días sobre el futuro que les esperaba.
Al otro lado del continente, Francisco Montero Barcaztegui, Rey de Desferro, había hecho llamar a sus Señores y Barones, intentando que fuese unánime la decisión y ninguna la rebeldía en un acto de tan suma importancia. Solo el hecho de que una Baronía pudiese alzarse en su contra representaba nuevas luchas, castigos y una merma que no pensaba tolerar después de tantos sufrimientos.
Si había algo que unía a los hombres mas que la guerra ese era el codiciado metal. El oro.
El coste de una paz como aquella no era solo valorable en reputación o posición, sino en todo lo que debería poner en las manos de sus "fieles" para que aceptasen un tratado como aquel y perdiesen algo de poder con respecto a sus enemigos. Le puedes quitar todo a un hombre pero si mermas su orgullo no atenderá a razones.



 El Consejo de "Las Hijas de la Luna" pronto había mandado su respuesta y Tusana encontrado el apoyo de sus "hermanas". Izauba era una muestra casi utópica de un reino unido y estable, sin confrontaciones internas debido a los lazos del matriarcado que se habían mantenido durante siglos.
Para cuando llego el mensajero Izauba a las puertas de Balbión, Francisco aún luchaba por conseguir consenso y apoyo de algunas de sus regiones menos castigadas por la guerra.

Finalmente, tras varias semanas de incertidumbre, el "Consejo Desferro" pudo sellar este pacto y así quedó grabado a fuego y piedra en los anales de Yakán.



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CONTINUARA...


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