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"Hermanos de Sangre": Prólogo.





Bueno, como os prometí, aquí llega uno de mis múltiples proyectos para ponerlos en conocimiento y bajo la atenta y crítica mirada de tod@s vosotr@s. Se trata de mi último "cuento" titulado "Hermanos de Sangre" y que iré poco a poco mostrandoos bajo estas líneas virtuales. Espero que seáis sinceros en vuestros comentarios y que lo disfrutéis tanto como yo lo he hecho escribíendolo...


Hablando de escribir y antes de que entremos en materia, os emplazo también a que visitéis mi último artículo de poker sobre el controvertido Casino de Aranjuez, en el que, como sabéis, he pasado grandes momentos de mis días de aprendizaje y en el que considero es, mi segundo (o era tercero?) hogar ;)


Aquí lo tenéis de la mano de Madrid Poker.


Ahora os dejo con "Hermanos de Sangre".






PRÓLOGO

Las preciosas lunas gemelas de Yakán se alzaban plenas en el firmamento estrellado mientras el silencio bailaba y se extendía junto el frío manto de la noche. En la ciudad-estado de Birlad apenas unas luces titilaban indicando los puestos de guardia de almenas, murallas y torreones dejando que las pequeñas casas de campesinos y obreros permanecieran al cobijo de sus sombras. Todo estaba en calma y el palacio imperial de los “Hijos de la Luna” se erguía majestuoso sobre el resto de edificaciones, proyectando un aura de sobrecogedor dominio y protección.


Desde que había empezado la guerra, hace largos años ya, el toque de queda en la ciudad se había respetado con escrupuloso cuidado y las calles adoquinadas no recibían mas que la descuidada visita esporádica de animales y personas que encontraban, a esas horas indecentes, el cobijo suficiente para realizar sus oscuros negocios; no era, por lo tanto, nada extraño que también ese silencio fuese roto por las patrullas de guardias y las pequeñas peleas y trifulcas pero, en general, podía decirse que la ciudad gozaba en la noche de un descanso totalmente contrario al continuo mercadeo del día.


Bajo estas circunstancias una rápida sombra trataba de eludir los candiles inesperados, los pasos acechantes y miradas indeseables, abriéndose paso con celeridad por las calles mas allá de las murallas externas de la ciudad, abandonando el barrio plebeyo para adentrarse en las murallas internas y la zona burguesa, donde el contraste era ya mas que fehaciente. Las casas habían pasado a ser mucho mas esbeltas y ornamentadas, no solo en su decoración sino también su construcción era mas compleja y los labrados y materiales en estas mucho mas costosos y elaborados. No sin razón aquel eran los barrios de los artesanos, de los eruditos y los maestros así como de aquellos hombres que habían obtenido riquezas y tierras gracias a su labor en la guerra… una guerra que parecía no tener fin…


La sombra se detuvo un segundo. Como si le faltase el aliento su silueta se contrajo para, finalmente, impulsarse en un salto hacia el muro que le cerraba el paso. Con suma pericia apoyó sus pies sobre la muralla de piedra y volvió a impulsarse sobre ella cuando sus manos la alcanzaron hasta que su cuerpo había alcanzado una altura mayor que la de la propia muralla, rodando nada mas tocar el suelo tras haberla sobrepasado, antes de reanudar su veloz carrera por las calles. Estaba en los alrededores del Palacio, allí la opulencia era desmedida y la belleza embriagadora. Grandes jardines perfectamente decorados con setos que emulaban animales de todo tipo, fuentes de marfil y alabastros o ríos de aguas cristalinas encauzados en oro y metales preciosos; todo invitaba a la reflexión, la piedad y la tranquilidad de las ánimas que tuviesen el honor de contemplar aquel festival de hermosura. Unas sensaciones todas ellas del que aquel intruso no podría gozar.


Una patrulla imperial que hacía su ronda se percató de la trasgresión del desconocido. La sombra se detuvo un momento, solo para examinar a sus enemigos, antes de volver a iniciar la carrera. Mientras las alabardas se disponían al ataque y los guardias daban la alarma a viva voz, aquella sombra trataba de eludir sus pasos con las dos gemelas luminarias a sus espaldas, conocedor de que pronto tendría sobre él toda la fuerza de los soldados para detenerle.




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La suave brisa se adentró por la ventana rozando su cuerpo y erizando su vello; sus cabellos, oscuros como la misma noche se alzaron un momento para volver a posarse sobre su espalda y deslizarse sinuosos. El ruido de los guardias corriendo por el torreón y sus voces de alerta habían sacado a la princesa de su dulce sueño pero aún así, como tantas otras veces, ella seguía soñando…


…la Princesa Alanda volvió a cerrar sus ojos y su mente voló sobre el palacio que la mantenía segura; rocas y madera, piel y acero, se reunían a su alrededor para protegerla pero aún así ella seguía sintiéndose presa de una vida que le daba todo sin contar con ella o con sus deseos. Así era la vida de la futura reina de Birlad y la región de Izauba.

Olvidó su encierro… su dulce prisión… los brazos de su madre, la Reina Tusana, y las guerras que habían asolado su reino y acabado con la vida de su padre y de tantos, tantos inocentes, para, finalmente, sentirse libre de verdad. Fuera de aquella opulencia, aquella posición y privilegios, existía un mundo desconocido que la invitaba y a la vez la amenazaba.





De repente el ruido de la puerta la hizo despertar del romántico sueño que la acosaba cada noche. Alanda se giró sobre sus talones desnudos y su fina bata de seda pareció desaparecer por un instante antes de volver a descansar sobre el hermoso cuerpo de la princesa.


- Perdonadme, mi Señora, ¿estáis bien? – la voz dulce y suave de Jimena se introdujo en la habitación y se perdió en el silencio mientras su ama la miraba con los ojos aún vidriosos. Alanda finalmente alzo una de sus delgadas y finas manos para hacerla entender que todo estaba bien allí y caminó hasta sentarse en la cama.


- Pensé que quizá pudieseis necesitar algo de mí… quizá agua o algo que os hiciese conciliar denuevo el sueño…


Jimena se acercó hasta la cama. Era una chica delgada, de no mas de metro cincuenta y no mayor de los quince años pero, aún así, había servido a la familia desde la niñez y conocía a Alanda como si de su hermana mayor se tratase. Cuando las manos de esta acariciaron la espalda de la princesa no la hizo falta que esta respondiese para adivinar el motivo de su silencio. Con suavidad y la dulzura de una niña Jimena masajeó los hombros de Alanda mientras apartaba los cortinajes que rodeaban la cama y quedaba sentada tras ella.


- No os preocupéis mi Señora, ha sido solo un mero ladrón… - las palabras reconfortantes de la sierva trataron de desviar el verdadero motivo de aquel desvelo - …ya podéis volver a vuestro descanso.


Con  la ayuda de Jimena la princesa se tumbó sobre el mullido lecho con sus preciosos ojos aún abiertos de par en par. Jimena se retiró de la cama y corrió nuevamente los cortinajes, preparándose para abandonar la habitación cuando la melodiosa y melancólica voz de Alanda irrumpió el silencio.


- ¿Acaso valdrá la pena despertar mañana?


Jimena no respondió, no hacía falta. En su interior sentía tristeza por aquella mujer, aquella hermana, que tenía todo lo que podía desear pero no tenía nada de lo que deseaba…



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El Sol se alzaba sin piedad sobre la llanura; Eduardo desvió el tajo con facilidad y giró su muñeca para asestar un golpe oblicuo, impactando en el hombro del soldado, haciéndolo gritar de dolor y salpicando con su sangre la armadura que le vestía. El pobre desgraciado cayó al suelo en un charco de sangre y Eduardo lo sujetó con su bota para que quedase inmóvil y abrazase la muerte en sus últimos segundos. Las trompetas resonaron por toda la planicie y las banderas se agitaron con fiereza… la batalla había concluido.


El primogénito y príncipe de Desferro entró en la tienda de mando con paso marcial. Eduardo Montero Barcaztegui era un hombre alto, fuerte y de complexión robusta; su pelo castaño y sus ojos negros dotaban a su cara de la mirada de un ave de presa. La armadura completa de placas que cubría su cuerpo y la capa roja de su espalda, con la heráldica de la familia, se movían al compás de cada paso, hasta que se detuvo en frente de una mesa de madera con multitud de mapas y pequeñas figuras que representaban el campo de batalla.


- Padre – la voz de Eduardo era neutra, llana, pero aún así cargada de respeto – las tropas de Izauba parten en retirada. La victoria es nuestra nuevamente.


El hombre mayor que se sentaba en frente de él, levantó la cabeza de los mapas y lo miró lleno de orgullo aunque sus ojos denotaban tristeza. La guerra nunca era un acto deseado y la pérdida de tantos buenos hombres solo era una muestra de su estupidez por no poder solucionar los problemas de ningún otro modo.

- Dejadlos marchar - Francisco se alzó de su silla y miró a los ojos a su querido hijo.

- Esta guerra esta durando demasiado tiempo y ni tan siquiera recuerdo ya el motivo de la misma… esta noche mandaremos un emisario a Birlad para zanjar este conflicto de una vez por todas… por el bien de nuestro pueblo.


Eduardo no pudo evitar apretar los labios de rabia. Él mismo había comandado las tropas en cuantiosas ocasiones desde que comenzase la guerra hace años, esta se había prolongado y cada vez era mas cruenta sin que ninguno de los bandos hubiese tomado una diferencia clara pero, en los últimos meses, las tropas de Izauba se habían debilitado y al fin la ventaja era suya para aplastarlos como se merecían. ¿Por qué pactar ahora?. Quizá su padre se había hecho demasiado viejo y el cansancio le había atacado al corazón o a la valentía, olvidando el odio anclado durante años y los sacrificios de sus soldados, tirando todo por tierra… aún así continuaba siendo su padre, el Rey, y, pese a no estar de acuerdo en sus decisiones, las acataría con obediencia si era necesario. Ni un “pero” saldría jamás de su boca.


- La paz siempre es mas costosa que la guerra – finalizó Francisco al ver el rostro contenido de su hijo – Esta contienda nació hace tantos años que no has conocido nada mas, es el momento de permitiros descubrir la belleza de un mundo sin dolor ni sangre, en el que podamos vivir juntos. He tardado demasiado en verlo, no podemos seguir viviendo en el odio y el pasado… es el momento de pasar página, hijo mío…


Francisco se fundió en un cálido abrazo con Eduardo que se mantuvo impasible unos segundos antes de reaccionar. ¿Paz? ¿Qué era eso que tanto significaba para su padre?


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La reina Tusana “Hija de la Luna” era una mujer espectacular pese a su edad; su larga melena negra y sus ojos, de un verde profundo, disputaban la belleza de su rostro, mientras que su cuerpo parecía haberse creado para deleitar a aquellos que tenían el privilegio de verla. Con mas de cincuenta años de mandato Tusana era respetada y su voz siempre había resonado con fuerza en toda Izauba, pues era una mujer inteligente y educada, que había dedicado gran parte de su vida a la cultura, el aprendizaje y las artes.


- Mi Señora, el emisario la espera en la sala de cortesía – El guardia real, con la uniformidad de gala de blanco y plata, se mantenía de rodillas, sin alzar la mirada sobre la soberana, como imponía la etiqueta en esos casos.


- Enseguida estaré con él, hacédselo saber.


La voz de la reina era dulce, embriagadora, cálida; sin embargo, aquellos que la conocían o trataban con ella, también sabían de su firmeza y rectitud para con las reglas y normas de palacio. El guardia real esperó un momento hasta que Tusana hizo un gesto con la mano para que se marchase de la sala y luego se incorporó, sin dejar de mirar al suelo, para abandonar la estancia caminando hacia atrás hasta la puerta. Una vez el guardia se hubo marchado, la reina giró sobre si misma y se pasó sus delicadas manos por el cabello: ¿Qué podían requerir los Desferro de ellos? Con curiosidad avanzó hasta un gran tapiz que adornaba la pared de la estancia, parca en el resto de mobiliario, y revisó la escena que en él tenía lugar.


El detalle era muy antiguo y relataba con sus figuras y dibujos el inicio de la guerra entre los dos reinos vecinos. En el margen izquierdo, el rey de Izauba empuñaba un espadón a dos manos y vestía con la armadura ornamental de la estirpe, de colores plata y blancos y finos labrados; cruzaba acero con el rey de Desferro, que sostenía el suyo a una mano y, en la otra, portaba un escudo con la heráldica de su familia. Su armadura era igualmente preciosa, con vivaces tonos rojizos y dorados, y una volátil capa roja sangre que bailaba entre los tejidos del tapiz.

Tras los guerreros se encontraban dos animales mágicos, representativos de cada una de las familias: el Unicornio, patrón y guarda de la Luna y, por ende, de los Izaubas, y el “Cornafuego”, lagarto místico de aliento de llamenate y grandes cuernos retorcidos, cuya piel escamosa y rojiza se asemejaba a la de los dragones. Este era una entidad venerada por los Desferro como guardián de las montañas y protector de la tierra.


El mundo alrededor de la ilustración era una mezcla infernal. En las partes superiores e inferiores del tapiz, mas alejadas de la escena principal de lucha, el paisaje era de abrumadora belleza. Plantas sublimes, cielos azules y manantiales de agua. En cambio, según las imágenes se acercaban a los personajes de la escena y sus “totems”, esta cambiaba radicalmente tornándose oscura, furiosa, sangrienta. Los campos se marchitaban, las plantas ardían con el fuego de la contienda y todo parecía morir alrededor.


Tusana había contemplado ese tapiz muchas veces y siempre, siempre, quedaba embriagada por el torrente de sensaciones que la trasmitía y que, incluso a veces, la habían hecho precipitar alguna lágrima por sus hermosas mejillas. Esta vez solo suspiró; con la muerte de su marido, su Rey, tan cercana aún, no podía permitirse ser débil. Se irguió un poco mas, atusó su elegante vestido de color blanco con ribetes de plata, y se encaminó a recibir al emisario de la familia Montero...


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...Continuará.



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