Como ya llevaba tiempo sin publicar nada de mis últimos escritos (sin contar con lo que voy soltando en el "facebook" y que podéis leer desde el enlace lateral) con mi vuelta a Madrid me he puesto manos a la obra, así que aquí os dejo la primera parte del capítulo V de mi relato "Hermanos de Sangre" titulado "Unión de Sangre" (cambiado tras la revisión del capítulo IV ).
Espero que os guste y, como siempre, espero vuestras aportaciones, comentarios e ideas por los medios habituales para poder ir mejorándo.
Un abrazo y muchas gracias denuevo!
CAPÍTULO V: UNIÓN DE SANGRE (I)
El tiempo discurría incontenible cual los granos de arena
de un reloj. Lo que habían nacido como horas ahora completaban días y semanas,
transformando pueblos y ciudades y enalteciendo toda Yakán con la fuerza y la
viveza que solo puede representar un enlace de tanta magnitud. Los rastros de
la guerra habían marchitado en poco tiempo, como flor de un día, dejando
abandonados sus esqueletos en cunetas y ruinas, otorgando a los ejércitos la
ardua tarea de garantizar la seguridad de los parajes, caminos, pueblos y
ciudades. Un evento como aquel despertaba no solo a las gentes de bien sino a
un incontable número de maleantes, cortabolsas, estafadores y ladrones que
intentaban por todos los medios lucrarse con la dicha ajena.
Las Llanuras del Ocaso habían vuelto a florecer y a su
alrededor se habían alzado todo tipo de asentamientos, mercados y
congregaciones. Nunca antes se había festejado un enlace de forma tan pública y
con tanto regocijo. Incluso los soldados de Izauba y Desferro compartían
guardias y velaban por la seguridad de toda la llanura resolviendo las disputas
de los borrachos y delincuentes, así como fortaleciendo los asentamientos
principales de las familias de mayor importancia.
Con la llegada a la región de ambas familias reales todo
había estallado de júbilo y se habían iniciado en la llanura los festejos que
daban comienzo a la última semana antes del enlace. La planicie era un
hervidero de grandes proporciones y todos los cánticos se alzaban a las Lunas
Gemelas para pedir su bendición.
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Alanda paseaba distraída. Aquellos parajes eran hermosos,
sencillos aunque definitivamente embriagadores; tras ella su guardia personal
se aseguraba de mantenerse a una distancia cercana, aunque sin llegar a
entorpecer los pasos de la joven. Pese a que la celebración no se demoraría ya
demasiado podían surgir locos que quisieran atentar contra la vida de la
princesa y no era el momento de distraer la seguridad.
El delgado cuerpo de Alanda se mecía bajo Dante con la
suave brisa del atardecer removiendo sus largos cabellos y alzándolos al compás
de sus finas ropas. Las telas, de un plata casi traslúcido, cubrían sus hombros
y volaban tras ella mientras los pantalones de lino blanco se pegaban a su piel
como escamas en un dragón. Apenas su pecho y torso eran cubiertos por aquellos
ropajes que la daban una imagen de ninfa etérea, andando descalza por un verde
manto de contrastes, luces y sombras nacientes.
Todo estaba ya dispuesto y el círculo de piedras donde se
llevaría a cabo la celebración se encontraba fuertemente cerrado a los
visitantes y curiosos. Un kilómetro alrededor nada ni nadie podría adentrarse
sin que decenas de guardias y arqueros lo abatiesen. Alanda hubiese deseado
salir a ver los puestos y tiendas que las gentes de Yakán habían dispuesto
alrededor; hubiese deseado mezclarse con la gente y escuchar sus
conversaciones... pero allí estaba, paseando entre las piedras que levantó el
Hacedor, con dos guardias tras ella y el sol poniéndose en la lejanía. Al menos
había logrado abandonar su encarcelamiento en las tiendas de las "Hijas de
la Luna" (y ardua había sido la tarea para ello pues Valeria no había
consentido fácilmente).
Cuando el ruido la sobresalto de sus pensamientos los
guardias ya corrían hacia ella dispuestos a defenderla. Una figura surgió de
entre las piedras con la cabeza gacha y sus manos apuntando al suelo; sus
ropajes eran brillantes, de dorado y rojo, y su capa luchaba por mantenerse a
su espalda. Eduardo Montero Barcaztegui, primogénito y príncipe de Desferro
alzó la mirada, clavando sus ojos en la muchacha que se mantenía erguida ante
él.
- ¿Así que vos sois la mas hermosa entre las hermosas,
aquella que se me ha destinado para traer la paz a Yakán y unir los reinos? - el príncipe la examino de arriba abajo pero
Alanda se había mantenido firme, con sus bellos ojos mirando a su interlocutor
de manera impertérrita - ¿acaso no sabéis quién soy?.
- Quizás seáis vos quien desconocéis con quién estáis
hablando pues no veo que mostréis la cortesía que merece mi posición.
Eduardo continuó haciendo caso omiso de las palabras de
la mujer.
- Yo soy Eduardo Montero Barcaztegui, hijo de
Francisco Montero, Comandante de Desferro y aquel que ha derrotado a vuestras
soldadescas una y otra vez hasta las puertas mismas de Birlad. No veo por qué
debería humillarme ante vos.
Alanda suspiro un segundo; estaba cansada de las muestras
de "hombría" de los soldados y aquellos que solo se regían por el
acero como una prolongación de su virilidad. No ocultó este desaire que en
otras circunstancias podría haber supuesto una grave ofensa, si el muchacho
quería jugar a este juego le faltaba gran parte de inteligencia y le sobraba
arrogancia. Estaba encantada y le divertía esta distracción.
- Vuestras victorias son de sobra conocidas en todo
Yakán aunque también el hecho de que Desferro corrieseis a solicitar la paz a
mi madre, la Reina Tusana - Alanda se acercó al muchacho y anduvo a su
alrededor, bajo la atenta mirada de su guardia, mientras saboreaba cada
palabra.
Eduardo apenas pudo contener su furia apretando los puños
y manteniéndose firme sin mirar a la súcubo que la aprestaba para atacar. Él
mismo sentía vergüenza por el acto de su padre y si hubiese estado en su mano
hubiese pasado por el hacha a toda persona de Izauba que osase levantarse
contra ellos. Incluida a la niña consentida que se pavoneaba delante suyo.
- Mi padre es piadoso y decidió otorgar a vuestro
pueblo una salida digna y con honor, sin derramamiento de sangre. Quizá una
mujer, encerrada en su torre de marfil, no sepa distinguir la diferencia ni
entender la complejidad de la guerra. De ahí que vuestra madre aceptase
rápidamente el ofrecimiento.
¿Mujer?. Esto se ponía interesante - Ah, sí,
¿no es ese juego en el que los hombres miden su hombría por el tamaño del arma
que esgrimen?, creo que la pérdida del "Baluarte de Fuego" o de
Cesalonia no fueron "grandes batallas" ¿verdad?, ¿o es que acaso unas
mujeres lograron doblegar dos de los bastiones mejores defendidos de todo
Desferro sin una... como se llama esto... espada?.
Eduardo recordaba perfectamente ambas contiendas. El
torreón del "Baluarte de Fuego" era uno de los puntos estratégicos
más importantes de las Montañas de la Eternidad y se había encontrado
totalmente destruido, con todos sus soldados muertos y ninguna muestra de
heridas en sus cuerpos, batalla o lucha entre sus paredes. Era uno de esos hechos
que alimentaban los rumores y los miedos sobre la hechicería de las "Hijas
de la Luna" y sus "artes oscuras". En el caso de Cesalonia había
sido incluso peor... se decía que el propio Barón de la ciudadela había
sucumbido a las artes de una infiltrada de las "Hijas" haciéndole
enloquecer y consumir su propia ciudad entre las llamas sin que hubiese
superviviente alguno en la matanza.
Eran muestras del poder de Izauba que, pese a no contar
con un ejército poderoso, se escondía en las sombras y ejecutaba sus ataques
con una perversidad indigna solo achacable a la mente retorcida de sus mujeres.
- Sois criaturas indignas y sin honor, perversas y que
no merecen otro fin que el de compartir el destierro con los demonios en el
Ágate. Quizá por ello Sanaustra no se unió a Izauba en los tiempos pasados. El
que mi padre y vuestra madre quieran sellar la paz con este matrimonio no es
mas que un ardid para que salvéis vuestro decadente pueblo y no se derrame mas
sangre inocente pero si creéis que vuestras artes podrán nublar mi juicio
estáis muy equivocada mujer. No entorpezcáis mi camino y podréis jugar con
vuestras muñecas e incluso criar a vuestra hija, tened bien claro que si alguna
de vuestras brujas se acerca a mí o a los míos no dudare en colgar su cabeza en
una pica.
Alanda sonreía abiertamente, divertida y complacida por
el enfado de aquel "soldadito" aunque le molestaba como las últimas
palabras de sus labios se habían definido como una orden, una posesión sobre
ella y sobre su pueblo, su Órden y congregación mas sagrada o el futuro que
esta pudiese tener.
- Yacer con vos tras la "Unión de Sangre"
será tan grato como revolcarse en un lodazal con cerdos y menos placentero que
sentir cardos en mis vestiduras mas íntimas. Siento que perdáis vuestra
sensación de masculinidad teniendo que mantener vuestro arma en su funda pero
al menos tened en cuenta que podréis salir a cazar, marchar a tierras lejanas o
buscar saciar vuestros ímpetus mas allá de Yakán sabiendo que en nuestro reino
habrá una mujer para gobernarlo como vos nunca podríais lograr.
Me he cansado de esta conversación; guardias, volvamos
a nuestro aburrido y tedioso confinamiento. Cualquier niña de tres años podría
ser un orador mas interesante que este niño.
Alanda giró sobre sus talones, alejándose de Eduardo y
borrando de su cara su sonrisa para, de espaldas a él, encaminarse hacia las
tiendas de Izauba. El príncipe Desferro no podía contener tanta ira ante tal
muestra de desprecio y descortesía; su mano descendió rauda hacia el mango de
su espada dispuesto a acallar la voz de aquella diablesa pero un atisbo de luz
oportuno logró que la razón tomase el control de sus actos y no pudo mas que
apretar los dientes en una mueca contenida mientras la bella mujer abandonaba
el círculo de piedras.
Sin duda alguna era una odiosa niñata que aprendería a
acallar su lengua y a mostrar respeto. Eduardo podía arrebatar la vida a
cincuenta hombres pero era incapaz de defender su orgullo cuando una arpía como
aquella le atacaba. Se sentía frustrado, enfadado, con ganas de destrozarlo
todo, así que cuando Alanda y sus hombres hubieron desaparecido de allí se giró
y golpeó con todas sus fuerzas una de las piedras en forma de pilar que yacían
junto a él. El impacto fue tan violento que la piedra se partió en dos y cayó
al suelo destrozada.
Eduardo permaneció allí en silencio varios minutos, con
su mano destrozada y ensangrentada y su mirada perdida en el infinito...
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