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"HERMANOS DE SANGRE: CAP.IV- PREPARATIVOS"




Como cada Miércoles voy a colgar el cuarto capítulo de mi relato "Hermanos de Sangre". Como volveréis a ver se han producido algunos cambios en el mismo, su título sin ir mas lejos. Espero que aún asi os guste y os deje entreveer un poco mas sobre lo que se avecina...

Igualmente no me canso de agradeceros a tod@s vuestra colaboración y ayuda... es un placer ;)


Ah, por cierto, no creáis que me olvido del blog a la hora de publicar otra serie de cosas (que parece que ahora solo hago esto del "cuento") pero es que se me amontonan y no tengo tiempo para nada... palabrita del niño jesus!! XD

Os dejo con el capítulo!







CAPÍTULO IV: PREPARATIVOS


Con el previsible fin de la guerra en las mentes de los ciudadanos de ambos reinos Yakán se preparaba para enaltecer y engalanar sus pueblos, ciudades, ríos y parajes, intentando así recobrar una imagen casi olvidada por todos. La boda se había presentado como la solución a un problema que había nacido generaciones atrás y que se había cobrado demasiadas víctimas a su paso por lo que, pese a todo, ambos pueblos recibieron con esperanza la noticia del enlace entre Alanda, la Princesa de Izauba e "Hija de la Luna", y Eduardo Montero Barcaztegui, Prícipe Desferro. El marco para tan gran honor de la unión de sangre sería el que antaño se utilizase también para unir a las familias Desferro y Termidón, así como se pretendía que uniesen a Sanaustra e Izauba: las "Lllanuras del Ocaso" donde las eternas piedras de el Hacedor daría fé de este pacto y donde Dante y Penélope podrían bañar con su tibio manto a todos los presentes.

Aunque quedaban semanas de continuos preparativos las invitaciones habían volado bajo las alas de las palomas por todo Yakán; estaba previsto que se congregasen Barones, Señores y siervos para rendir homenaje al final de la guerra y a la unión de las dos grandes casas en una gran familia que muchos ya se aventuraban a denominar como "Hijos de Yakán". Tanto la princesa Alanda como el príncipe Eduardo no se verían hasta unos díos antes del compromiso lo que no hacía sino acrecentar su nerviosismo e intrigar el uno del otro por medio de las noticias y cuchicheos que llegaban a ambos reinos.

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El ajetreo era constante y los ruidos en todo el palacio abrumador. Apenas si los muros sostenían la ingente cantidad de personas, presentes y caballos que se internaban entre sus laberínticos pasillos de piedra para colmar de felicitaciones a la Reina Tusana y su hija.

Ropajes exóticos y de un lujo sin parangón de las lejanas islas de Fibea. Objetos indescriptibles de los desiertos de Guxián. Todos los presentes y todos los viajeros no hacían sino entorpecer aún mas los preparativos de la boda. Aún así Tusana se había cuidado mucho en que sus consejeras y criadas se pudiesen encargar de todo ello bajo la supervisión de Alanda mientras ella atendía cuestiones mas importantes, como el largo viaje que debería recorrer todo su séquito hasta las Llanuras.




Allí estaba Alanda, sentada sobre el trono de su madre, con la Consejera Mayor Valeria, de las "Hijas de la Luna" a su derecha, y su fiel Jimena a la izquierda. Todo era embriagador a su alrededor; flores nunca vistas, animales de fantasía y ofrendas de pueblos que ni tan siquiera conocía. Sin embargo a ella la interesaban mucho mas los presentes que vendrían en la boda. ¿Cómo sería realmente Eduardo?, ¿qué dote entregaría su padre ante las Lunas Gemelas?. No podía apenas prestar atención a lo que la rodeaba, tan poco era tan necesario teniendo allí a Valeria, así que se tomó el consuelo de escaparse mentalmente de todo aquel ajetreo que la obnubilaba...

...Viajó y viajó en sus pensamientos, en sus dudas, en sus temores. ¿Y si no conseguía aguantar a ese niño Desferro? ¿y si toda aquella "paz" no duraba lo suficiente? ¿qué pasaría con su madre y el resto de su pueblo?. Todo ello daba vueltas en su cabeza pese a saber que nada ocurriría mientras la Reina pudiese estar tras de ella; entonces, como de improviso, llegó a su cabeza, quizá desde un punto perdido de sus adentros, la imagen de aquel prisionero, aquel joven indecoroso que la asaltaba con su sonrisa y sus palabras faltas de pudor hacia su posición. ¿Qué habría sido de él?. Como guiada por ese mismo pensamiento se giró levemente hacia Jimena, que parecía igual de aburrida que ella misma, y la susurró, intentando que el noble que hincaba rodilla en frente suyo jurando lealtad y ofreciendo sus alajas, no pudiese percibir sus palabras.

- Decidme, Jimena, ¿qué sabéis del muchacho de las celdas que escapo hace varias noches?, ¿se le dio finalmente caza y fue ajusticiado?.

La joven Jimena miro sorprendida a Alanda, no tanto por la pregunta sino porque también se encontraba abotargada por el continuo desfile de nobles y señores que querían presentar sus respetos a la futura Reina de Yakán.

- Creo recordar, mi Señora, que el joven logró escapar de las mazmorras y huyó fuera de palacio con notable habilidad. Incluso creo que escuché a los guardias hablar sobre su huida de la ciudad aunque dudo que llegase a la frontera sin ser abatido.

- ¿Vos creéis Jimena? - Alanda quedó un momento pensativa, recordando su rostro marcado y sus ojos veteados como la esmeralda. Era un muchacho extraño, con mucha vitalidad y un futuro extinto. ¿cómo podía alguien así arriesgar su vida para entrar en palacio?. Todo el mundo sabía que era un suicidio y que nada podrían obtener de mas allá de sus muros sin morir de una forma o de otra... y luego, luego estaba la maldición de las "Hijas de la Luna". Sin duda era un estúpido con algún tipo de tara mental.

- ¿Quizá os preocupa que pudiese volver a penetrar en palacio un indeseable similar?.

Alanda no pudo evitar sonreír. Era casi imposible que alguien pudiese hacerlo, y menos con los preparativos que se estaban llevando a cabo. No, no la preocupaba lo mas mínimo. Aún así no lograba apartar a ese muchacho de la cabeza. Quizá sería su falta de modales, su irreverencia, su libertad o su aspecto... libertad... seguramente era eso. Libertad, un lujo que no se podían permitir las reinas ni princesas...

Fue entonces cuando el carraspeo de Valeria hizo despertar a Alanda de sus reflexiones.

- Sí, sed bienvenido. Os agradecemos los presentes con los que nos honráis.

Las palabras habían surgido automáticamente, quizá demasiado repetitivas pero Alanda había aprendido a dotarlas de sentimiento de tal forma que nunca nadie pensaría que no iban dedicadas a su persona. Igualmente sus gestos, su cuerpo, todo era un ensayo constante de lo aprendido durante años en la corte. Aburrido.

Valeria la miró un momento. No hacía falta que la niña hablase lo mas mínimo para que ella, una "Hija de la Luna" de pleno derecho y con cerca de los treinta años, supiese lo que pasaba por su cabeza. Una chica tan joven como Alanda estaría llena de inquietudes, dudas, preguntas y sueños por cumplir... pronto aprendería que todas esas cosas deben dejar paso a otras mas importantes porque Yakán hace madurar con rapidez a las personas... o mueren...


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La espada golpeó contra el peto de entrenamiento con tal fuerza que el joven soldado cayó al suelo de espaldas y quedo inmóvil unos instantes. Eduardo alzó nuevamente su arma y retrocedió su pie izquierdo en lo que parecía un baile finamente estudiado. Ante él aún quedaban dos de sus oponentes en pie, con sus espadas romas en sus manos y su mirada aún tratando de comprender lo que había ocurrido.

El patio de armas del castillo de Balbión estaba tranquilo, en un silencio contenido, con el sol iluminándolo plenamente y los presentes observando el entrenamiento desde las gradas de madera.
Eduardo mantenía una respiración constante, la mirada fija en sus oponentes y la espada como una prolongación mas de su brazo, dispuesto a abatir a otro de ellos.

El soldado mas grande, de cerca de metro ochenta y complexión robusta, embistió contra él. Era una técnica burda y sin estilo fácilmente contenible y, en muchos casos, reprobable. Eduardo solo tuvo que girar la pierna posterior para ladear su cuerpo y realizar una parada rápida de su espada para, con una celeridad abrumadora, realizar un giro de muñeca que dejase libre el filo y golpease a su agresor en la cabeza. Pese a la fragilidad de las armas romas esta impactó con fuerza sobre el sorprendido soldado que fue a dar contra la arena totalmente dolido y desconcertado.

- Si atacáis de uno en uno y con unas embestidas dignas de un mulo no creo que me sirváis de mucho mas que aquel palo de madera.

El último de los soldados miró alrededor, un tanto enfurecido por la comparación, aunque consciente de que el hombre que se encontraba en frente de él no era otro que Eduardo Montero Barcaztegui, príncipe de Desferro y gran general en cualquier contienda. Finalmente se decidió a atacar, lanzando un tajo lateral que detuvo Eduardo con desprecio. Al momento reanudó su ataque con un golpe a la altura de la cabeza que Eduardo esquivó nuevamente sin dificultad para, aprovechando que el soldado había puesto gran parte de su peso sobre su pierna adelantada, realizar la respuesta, apartándose a un lado desde donde su espada golpeó sin piedad el costado dando por finalizado el combate en cuanto la consecución de golpes del Príncipe hubo dado con el soldado en el suelo.

Los presentes aplaudieron con rapidez ante el fin del entrenamiento pero Eduardo arrojó su espada al suelo y se alejó del patio de armas.

- ¿Ahora que la guerra toca su fin dónde podré encontrar dignos rivales para mi acero? - susurró con cierta melancolía.


Ni placas ni armadura, ni espada ni arma alguna. Eduardo sentía que no necesitaba nada mas que su cuerpo para doblegar a muchos de aquellos incompetentes. Era un hombre fuerte, poderoso y bastante inteligente pero ahora debería postrarse ante su esposa y unir los dos reinos cuyas guerras había liderado hacia la victoria. Quizá no era justo pero su padre había luchado porque así fuera y él debería encontrar otras formas de acallar su fiereza... ¿las tierras de poniente, quizá?. Incluso rondó su cabeza visitar las ruinas de la "Cicatriz" y Sanaustra aunque desechó rápidamente la idea solo por el grito que alzaría su padre por pretender llegar hasta esa región maldita.

Azorado aún por las mieles de la batalla Eduardo llegó a su estancia donde ya le estaban preparando el baño para calmar su cuerpo y despejar sus ideas. La enorme bañera de piedra formaba parte de la estancia; una vez estuvo llena de agua caliente las dos sirvientas se retiraron , dejando las flores de Azul-Celeste y su inconfundible olor inundándolo todo. Aquello le tranquilizó.
Eduardo se quitó la escasa ropa de entrenamiento que quedaba sobre él y se introdujo despacio en aquél bálsamo de quietud. Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices, fieles reflejos de batallas pasadas y contiendas menores, sus músculos aún tensos y cansados, expectantes ante un nuevo requerimiento. Cuando las aguas finalmente le cubrieron, Eduardo pudo sentir como todo él se relajaba y podía finalmente evadirse de toda aquella locura que envolvía el mundo y sorbía el cerebro de sus gentes, incluido su padre. Cerró los ojos. Respiró profundamente. Paz.

Eduardo era un hombre de guerra, de lucha, de sangre y sufrimiento, pero, sobre todo, de victoria. Bajo sus párpados, en lo mas profundo de su cabeza, aún escuchaba los gritos de los caídos, pueblos en llamas y gemidos de dolor. Aquello no le asustaba, no le daba miedo. El Hacedor mandaba llamar a sus hijos cuando era necesario y nadie se resistía a ello, fueran reyes o lacayos. Eduardo había nacido en la guerra para la guerra y para él la muerte, el dolor y la sangre no eran mas extraños de lo que pudiese ser el salir de las lunas o del sol cada mañana... aunque ahora... ahora todo eso había cambiado...

Sí, le daba miedo el cambio. Las mujeres. La vida cortés y refinada entre los muros de un palacio o castillo. Sabía lo que debía hacer, por eso era el príncipe primogénito de la casa Desferro. Sin embargo su cuerpo no tenía la práctica suficiente para llevarlo a cabo con soltura.

Maldita sea la paz y malditas las gentes de Izauba.

Alanda. Ella era la mujer destinada a casarse con él. La flor mas hermosa de las "Hijas de la Luna". Una congregación mas antigua que el propio mundo y cuyas férreas reglas obligaban a su estirpe a tener una única hija en toda su vida. Nunca varones. ¿Qué tipo de religión podía pensar que simples mujeres llevaran a cabo las tareas del mundo?. Eduardo no podía negar que Izauba era próspera y una digna defensora pero con mujeres como líderes y hombres como lacayos no entendía como podían haberse mantenido sin caer en las sombras tras la Gran Batalla de "la Cicatriz".

Había leído los cuentos y relatos miles de veces. La caída de Guideón, el pacto de sangre del "Concilio" y la caída en desgracia de Sanaustra hasta su destrucción. Quizá la única razón para que los matriarcados de Izauba se mantuvieran era su facilidad para el engaño, la conspiración y la traición por medio de sus asesinos y sus artes oscuras. Aunque nunca había sido demostrado se decía que incluso la muerte de sus abuelos, reyes del nuevo reino Desferro tras la unión entre Montero y Barcaztegui, había sido perpetrada por la Reina Amanda de Izauba, lo que había desencadenado, años ha, en la guerra que estos días tocaba su final.

Eduardo se agitó dentro del agua, sintiendo los jabones y fragancias inundándolo todo. Mucho había quedado oculto de todo ello, del dolor, de las batallas, tanto que mucha de la historia se había perdido en el tiempo. Ahora, tras dos generaciones, era el momento de perdonar y olvidar... ¿sabrían hacerlo?.


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El "Desierto Marchito" se extendía como una alfombra dorada bajo el sol. Sus dunas y su belleza solo comparable a la mortalidad de sus arenas. Sanaustra, región de la muerte, de la pobreza y la lucha constante por sobrevivir ahora se encontraba abandonada, yerma, vacía. Antaño sus gloriosas gentes, defensoras del mal de la "Cicatriz", pulían sus huesos bajo el implacable sol de la vergüenza.

Loredén. La antigua fortaleza-ciudad permanecía inerte sobre la arena, inundada por su implacable avance sobre la piedra y los restos destruidos de sus casas y edificaciones. A sus pies, la gran abertura en la tierra de mas de un centenar de kilómetros de ancho, descendía hasta el mismísimo Ágate y las puertas que se cerraron con sangre y fuego. La "Cicatriz". La arena del desierto no caía por la "boca del demonio" sino que muy al contrario, apenas el borde del mismísimo desierto se atrevía a acercarse a su comisura.

No existía en todo Yakán lugar mas inhóspito que aquel, mas lleno de muerte, de heroismo o de sacrificio. Bajo centenares y centenares de metros excavados en la roca, galerías, pisos, edificios y elevadores, finalmente se encontraban las "Puertas de Ágate", intactas e imperecederas. Con su color oscuro como el propio corazón de las criaturas que encerraba, y sus siete candados de plata sobre ella, nunca volverían a abrirse en este mundo... nunca...

Baltazar, Señor de Sanaustra, miraba las puertas fijamente desde su trono de huesos. Muchos años, muchísimos, habían pasado desde que él mismo había cerrado aquellos grandes portones de maldad. Su rostro se encontraba consumido, casi esquelético, su armadura quedaba colgando ajada, como un trozo de metal a punto de caerse, y sus manos huesudas se aferraban a las calaveras que coronaban los reposabrazos del trono.

A sus pies yacía muerta una paloma cuyo mensaje reposaba a su lado.

Baltazar Alexander, Señor de la Cuarta Casa, Loredén y toda Sanaustra, se puso en pie con un sonoro quejido de todos sus huesos y levantando un mar de polvo a su alrededor. Toda la "Cicatriz", Loredén, el "Desierto Marchito" y Sanaustra se estremecieron y se levantaron consigo...



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CONTINUARA...


1 comentarios:

El_Predicador_YO dijo...

En breve cuelgo las fotos que hoy blogger esta perezoso ;)

Un saludo!!

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